Probablemente la última gran novela rusa no la escribió un ruso ni tampoco Gómez de la Serna, sino un judío nacido en Ucrania que escribió en alemán, Joseph Roth. La obra a la que me refiero es Confesión de un asesino.
La novela en el fondo no es más que un pretexto para atravesar una noche bebiendo. Eso de que el protagonista es una encarnación del mal como dice la contraportada de Anagrama, no sé a quién se le ocurrió, quizá a alguien que no leyó la novela, porque a pesar de que el personaje que narra la historia de su asesinato insiste en que es un ser despreciable. La verdad es que es una buena persona, muy agradable, por supuesto que dan ganas de invitarle una cerveza para que cuente sus aventuras.
Si es una gran obra literaria se debe al eficaz retrato, que otros han llamado psicológico, pero que yo prefiero llamar retrato ruso del alma de los protagonistas. Un psicólogo jamás podría ver tantas sutilizas en el carácter como las que observaban los novelistas rusos.
La diferencia entre Roth y aquellos grandes autores se llama Primera Guerra Mundial. Mientras que aquellos barruntaban una crisis de valores y el derrumbamiento del mundo conocido hasta entonces, lo que vivió Roth fue la confirmación de aquellas sospechas. Pero sus intereses narrativos están como el de aquéllos autores en la gente sencilla, en los que sufren humillaciones de parte de los poderosos, en los que no tienen una familia normal, en los que están presos de algún vicio o de una deuda moral.
Por eso es grande Joseph Roth, porque actualiza una visión necesaria. Una visión profunda, incluso más, porque ya el narrador no protege con sentimentalismos a sus personajes, ya no los ampara diciéndole al lector que se trata de un tipo bueno, sino al contrario, procurando plantarle sospechas.
Es fácil imaginar a Roth como un buen bebedor que le dice al extraño que lo acompaña en un bar de mala muerte, desconfía de mí, desconfía de mi humanidad porque tengo muchos recuerdos, muchas nostalgias. Y creo que algunos insensatos lectores se atreven a desconfiar. Yo no, y he disfrutado una gran novela, la última gran novela rusa…
La novela en el fondo no es más que un pretexto para atravesar una noche bebiendo. Eso de que el protagonista es una encarnación del mal como dice la contraportada de Anagrama, no sé a quién se le ocurrió, quizá a alguien que no leyó la novela, porque a pesar de que el personaje que narra la historia de su asesinato insiste en que es un ser despreciable. La verdad es que es una buena persona, muy agradable, por supuesto que dan ganas de invitarle una cerveza para que cuente sus aventuras.
Si es una gran obra literaria se debe al eficaz retrato, que otros han llamado psicológico, pero que yo prefiero llamar retrato ruso del alma de los protagonistas. Un psicólogo jamás podría ver tantas sutilizas en el carácter como las que observaban los novelistas rusos.
La diferencia entre Roth y aquellos grandes autores se llama Primera Guerra Mundial. Mientras que aquellos barruntaban una crisis de valores y el derrumbamiento del mundo conocido hasta entonces, lo que vivió Roth fue la confirmación de aquellas sospechas. Pero sus intereses narrativos están como el de aquéllos autores en la gente sencilla, en los que sufren humillaciones de parte de los poderosos, en los que no tienen una familia normal, en los que están presos de algún vicio o de una deuda moral.
Por eso es grande Joseph Roth, porque actualiza una visión necesaria. Una visión profunda, incluso más, porque ya el narrador no protege con sentimentalismos a sus personajes, ya no los ampara diciéndole al lector que se trata de un tipo bueno, sino al contrario, procurando plantarle sospechas.
Es fácil imaginar a Roth como un buen bebedor que le dice al extraño que lo acompaña en un bar de mala muerte, desconfía de mí, desconfía de mi humanidad porque tengo muchos recuerdos, muchas nostalgias. Y creo que algunos insensatos lectores se atreven a desconfiar. Yo no, y he disfrutado una gran novela, la última gran novela rusa…